viernes, 22 de agosto de 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: Remedios, la bella.


Remedios, la bella (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)

Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres.

Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró que su irreparable destino de hembra perturbadora era un desastre cotidiano.

Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros. Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro con que se descubría los muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se chupaba los dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor, probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía, del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.

Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.

Un día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.

—Cuidado -exclamó—. Se va a caer.

—Nada más quiero verla —murmuró el forastero.

—Ah, bueno —dijo ella—. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.

El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.

—Déjeme jabonarla —murmuró.

—Le agradezco la buena intención —dijo ella—, pero me basto con mis dos manos.

—Aunque sea la espalda —suplicó el forastero.

—Sería una ociosidad —dijo ella—. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.

Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.

—Está muy alto —lo previno ella, asustada—. ¡Se va a matar!

Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con el cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo, no relacionaron aquel accidente de horror con los otros dos hombres que habían muerto por Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima para que los forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal. La ocasión de comprobarlo se presentó meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con un grupo de amigas a conocer las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo era una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a medio metro de distancia, y, sin embargo, resultaba perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación. Para las muchachas de Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por las noches se hablaba del paseo como de una experiencia de sueño. Era tal el prestigio de aquel silencio, que Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la bella, y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un sombrero y un traje adecuado. Desde que el grupo de amigas entró a la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal. Los hombres que trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una rara fascinación, amenazados por un peligro invisible, y muchos sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y, sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después fueron rescatadas por los cuatro Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de casta, un sello de invulnerabilidad. Remedios, la bella, no le contó a nadie que uno de los hombres, aprovechando el tumulto, le alcanzó a agredir El vientre con una mano que más bien parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrentó al agresor en una especie de deslumbramiento instantáneo, y vio los ojos desconsolados que quedaron impresos en su corazón como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su audacia y presumió de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos antes de que la patada de un caballo le destrozara el pecho, y una muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la calle, ahogándose en vómitos de sangre.

La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo.

Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. “Los hombres piden más de lo que tú crees”, le decía enigmáticamente. “Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.” En el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad doméstica„ porque estaba convencida de que, una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”, le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla, Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.

-¿Te sientes mal? -le preguntó.

Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.

-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.

Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

18/8