Remedios, la bella (Cien años de
soledad, Gabriel García Márquez)
Remedios, la bella, fue la
única que permaneció inmune a la peste del banano. Se estancó en
una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los
formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en
un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las
mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo
que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía
por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir,
sin quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía
las cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron
tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las
pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con
lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo
pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era
que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad,
y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en
obediencia a la espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza
increíble y más provocador su comportamiento con los
hombres.
Cuando los hijos del coronel Aureliano Buendía
estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban
en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se estremeció con un
espanto olvidado. «Abre bien los ojos -la previnió-. Con cualquiera
de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco.» Ella hizo tan
poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se revolcó
en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de ocasionar
una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía
en la casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían
quedado vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler.
Sin embargo, Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera
conocido aquella precaución. Hasta el último instante en que estuvo
en la tierra ignoró que su irreparable destino de hembra
perturbadora era un desastre cotidiano.
Cada vez que aparecía
en el comedor, contrariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un
pánico de exasperación entre los forasteros. Era demasiado evidente
que estaba desnuda por completo bajo el burdo camisón, y nadie podía
entender que su cráneo pelado y perfecto no era un desafío, y que
no era una criminal provocación el descaro con que se descubría los
muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se chupaba los
dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro de la
familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse
cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación,
una ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas
después de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de
amor, probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás
una ansiedad semejante a la que producía el olor natural de
Remedios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de
visitas, en cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar
exacto en que estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de
estar. Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa
podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo
a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de
inmediato. Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven
comandante de la guardia se hubiera muerto de amor, y que un
caballero venido de otras tierras se hubiera echado a la
desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante en que se movía,
del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso,
Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor malicia y
acababa de trastornarlos con sus inocentes complacencias.
Cuando
Úrsula logró imponer la orden de que comiera con Amaranta en la
cocina para que no la vieran los forasteros, ella se sintió más
cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda disciplina.
En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a horas
fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A veces se
levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día,
y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que algún
incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban
mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba hasta
dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes
mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba
agua de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan
meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la
conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una
merecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo,
aquel rito solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente
una manera de perder el tiempo mientras le daba hambre.
Un
día, cuando empezaba a bañarse, un forastero levantó una teja del
techo y se quedó sin aliento ante el tremendo espectáculo de su
desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de las tejas rotas y
no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.
—Cuidado
-exclamó—. Se va a caer.
—Nada más quiero verla —murmuró
el forastero.
—Ah, bueno —dijo ella—. Pero tenga
cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del
forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía
batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el
espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el
temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de
costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se
echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo
estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas
podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El
forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la
complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la
tentación de dar un paso adelante.
—Déjeme jabonarla
—murmuró.
—Le agradezco la buena intención —dijo
ella—, pero me basto con mis dos manos.
—Aunque sea la
espalda —suplicó el forastero.
—Sería una ociosidad
—dijo ella—. Nunca se ha visto que la gente se jabone la
espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó
con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le
contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple
que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por
ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el
hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía
nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para
siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos
tejas más para descolgarse en el interior del baño.
—Está
muy alto —lo previno ella, asustada—. ¡Se va a matar!
Las
tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el
hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el
cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros
que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse
el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la
bella. Estaba tan compenetrado con el cuerpo, que las grietas del
cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel
perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la
bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte,
hasta el polvo de sus huesos. Sin embargo, no relacionaron aquel
accidente de horror con los otros dos hombres que habían muerto por
Remedios, la bella. Faltaba todavía una víctima para que los
forasteros, y muchos de los antiguos habitantes de Macondo, dieran
crédito a la leyenda de que Remedios Buendía no exhalaba un aliento
de amor, sino un flujo mortal. La ocasión de comprobarlo se presentó
meses después una tarde en que Remedios, la bella, fue con un grupo
de amigas a conocer las nuevas plantaciones. Para la gente de Macondo
era una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables
avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de
otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para
transmitir la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a medio
metro de distancia, y, sin embargo, resultaba perfectamente
comprensible al otro extremo de la plantación. Para las muchachas de
Macondo aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de
sustos y burlas, y por las noches se hablaba del paseo como de una
experiencia de sueño. Era tal el prestigio de aquel silencio, que
Úrsula no tuvo corazón para privar de la diversión a Remedios, la
bella, y le permitió ir una tarde, siempre que se pusiera un
sombrero y un traje adecuado. Desde que el grupo de amigas entró a
la plantación, el aire se impregnó de una fragancia mortal. Los
hombres que trabajaban en las zanjas se sintieron poseídos por una
rara fascinación, amenazados por un peligro invisible, y muchos
sucumbieron a los terribles deseos de llorar. Remedios, la bella, y,
sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima
cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos
feroces. Poco después fueron rescatadas por los cuatro Aurelianos,
cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran
una marca de casta, un sello de invulnerabilidad. Remedios, la bella,
no le contó a nadie que uno de los hombres, aprovechando el tumulto,
le alcanzó a agredir El vientre con una mano que más bien parecía
una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se
enfrentó al agresor en una especie de deslumbramiento instantáneo,
y vio los ojos desconsolados que quedaron impresos en su corazón
como una brasa de lástima. Esa noche, el hombre se jactó de su
audacia y presumió de su suerte en la Calle de los Turcos, minutos
antes de que la patada de un caballo le destrozara el pecho, y una
muchedumbre de forasteros lo viera agonizar en mitad de la calle,
ahogándose en vómitos de sangre.
La suposición de que
Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces
sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres
ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar
la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad
fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo.
Tal vez, no
sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría
bastado con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor, pero
eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a
ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al
propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por
los asuntos elementales de la casa. “Los hombres piden más de lo
que tú crees”, le decía enigmáticamente. “Hay mucho que
cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además
de lo que crees.” En el fondo se engañaba a sí misma tratando de
adiestrarla para la felicidad doméstica„ porque estaba convencida
de que, una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la
tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que
estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último
José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa,
terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la
bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano
ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo
hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con
ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda
tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes
olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por
darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la
conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”,
le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los
hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la
bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla,
Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan
provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante intrigado
como para buscar con paciencia el punto débil de su corazón. Pero
cuando vio la forma insensata en que despreció a un pretendiente que
por muchos motivos era más apetecible que un príncipe, renunció a
toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la tentativa de
comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el
carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero
cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta
que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue
que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga. A pesar de que
el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repitiendo que
Remedios, la bella, era en realidad el ser más lúcido que había
conocido jamás, y que lo demostraba a cada momento con su asombrosa
habilidad para burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios.
Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad,
sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en
sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos
y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en
que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y
pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había empezado, cuando
Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por
una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le
preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana
por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al
contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de
decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le
arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su
amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de
sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en
el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula,
ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la
naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced
de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la
mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con
ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las
dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las
cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos
aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la
memoria.
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